LA HABANA, Cuba, agosto, 173.203.82.38 -El teniente coronel Hugo Chávez no oculta su admiración por el ex dictador cubano Fidel Castro, a quien considera su mentor espiritual. Hay, sin embargo, un aspecto en el que el discípulo no siguió las enseñanzas de su maestro. En Cuba, el Máximo Líder, sin hacer caso a los pericones del viejo Partido Socialista Popular (algunos de los cuales proponían pintar de rojo la estrella solitaria de nuestra bandera), tuvo la cordura de mantener intactos los símbolos nacionales.
El actual presidente sudamericano no. En su afán de cambios, no dudó en ponerle un octavo lucero al pendón venezolano ni en cambiar de posición el caballo llanero que figura en las armas de la república, con lo cual —por cierto— cayó en uno de los más ridículos desatinos de la izquierda carnívora latinoamericana.
Es el caso que, para quien mirara el escudo de frente, el corcel aparecía avanzando hacia la derecha. Esto —como es natural— no tenía relación alguna con los actuales conceptos políticos de izquierdismo o derechismo, que ni siquiera existían cuando los padres fundadores adoptaron ese emblema. Sencillamente, el animal, por fuerza, tenía que figurar orientado hacia uno solo de los dos lados.
Chávez, con el sectarismo que lo caracteriza (y también —¡quién sabe!— por ser zurdo), cambió el sentido de dirección del equino, pues consideraba que debía galopar hacia la izquierda. Lo más gracioso del caso es que el primer mandatario y sus incondicionales del obediente Congreso, en su ignorancia, lograron lo contrario de lo que querían.
Me explico: Cualquier texto elemental de heráldica aclara que, en un escudo, los flancos se determinan en relación con su hipotético portador, no con quien lo mira de frente. Por consiguiente, los actuales jerarcas venezolanos, en su estulticia, ¡lo que hicieron fue poner a galopar hacia la derecha a un caballo que antes lo hacía hacia la izquierda!
No obstante, esa ridícula anécdota, pese a conservar su vigencia, tiene años de antigüedad. Lo actual son las incidencias relacionadas con la exhumación de los restos de otro verdadero símbolo de la nación sudamericana: Simón Bolívar. El evento fue aprovechado por el presidente para sustituir la bandera histórica que reposaba sobre el ataúd del héroe por una de su propia autoría.
Lo más novedoso es la divulgación del nuevo “rostro oficial” del Libertador, dado a conocer por el mismo Chávez —¿quién, si no!— en rueda de prensa. Detrás del conferencista, colgada en la pared, figuraba la faz de un virtual desconocido, que se parece poquísimo a la abundante iconografía del gran caraqueño.
Algo excita mi desconfianza: Aunque el actual mandamás venezolano insistió en que el revolucionario semblante es fruto de la labor de especialistas nacionales (cuya solvencia científica —o carencia de ella— desconozco), me resulta harto sospechoso el aire de familia con el propio presidente actual que ofrece ese novedoso retrato gubernamental.
Este “Bolívar del siglo XXI”, de labios gruesos y ancha nariz, tiene el indudable aspecto de un hombre de ascendencia no sólo europea, sino también amerindia y africana, como el mismo teniente coronel Chávez. Lo anterior no es bueno ni malo; simplemente no parece responder a la realidad en el caso del Libertador.
En mi opinión, hay mil razones para no sentir simpatías por el autoritario, irascible y vociferante presidente venezolano de hoy, pero ni una sola de ellas debe tener que ver con su identidad racial. El mismo principio corresponde aplicarlo a los distintos próceres de Nuestra América, da igual que se trate de Louverture, Juárez o San Martín.
Un Bolívar medio zambo en lo racial, no sería por eso menos grande, sólo que el enunciado es harto inverosímil y aun falso. Se sabe que ese caraqueño universal era hijo de la más rancia aristocracia mantuana, refractaria a uniones con quienes no tenían una indudable ascendencia europea. En ese contexto, un Libertador —o un Apóstol, si al caso vamos— mestizos, resultan tan ridículos y antihistóricos como lo serían un Maceo, un Juárez o un Guillermón Moncada de cabellos rubios y de ojos azules.
En el ínterin, seguiré, con respecto a este nuevo “descubrimiento” chavista, las enseñanzas de mi tocayo, el filósofo francés Descartes. Dudaré de los supuestos hallazgos de la “ciencia bolivariana” hasta que la biología o el electorado venezolano saquen a Chávez del Palacio de Miraflores, y haya nuevas autoridades cuyo dictamen en este asunto me inspiren confianza.
Si el teniente coronel tuvo la osadía de sustituir la bandera y el escudo nacionales de casi doscientos años de antigüedad por los de su propio diseño, y hasta cambiar el nombre del país, ¿por qué habría de cohibirse a la hora de convertir a Simón Bolívar en una especie de bisabuelo virtual de él mismo!