LA HABANA, Cuba, junio (173.203.82.38) – Hace unos días, en los portales del cine Yara, una señora que vendía caramelos perdió la compostura cuando comprobó que un hombre ofertaba los mismos caramelos, pero más baratos.
La mujer intentó intimidar al hombre profiriendo palabras obscenas. Su argumento era que los vendedores que frecuentan los alrededores del Yara sabían cuál era el precio de los caramelos -claro, el que ella había fijado- y había que respetarlo, como si fuese una resolución oficial. El hombre, sin inmutarse, siguió vendiendo sus caramelos, y se limitó a decir que en su actividad regía el principio de la oferta y la demanda, y que él ponía el precio que le diera su gana.
Los que esperábamos para entrar en el cine, fuimos a comprar los caramelos del hombre; mientras que la mujer, en medio de una rabieta, tuvo que marcharse con su cesta de caramelos a otra parte.
Lo sucedido ese día, a pequeña escala, podía extenderse a toda la sociedad si las autoridades fueran consecuentes con las reformas que necesita la economía nacional. Porque sólo mediante la libre competencia se logra que el mercado reduzca los precios sin las distorsiones que provoca la intromisión del Estado.
El monopolio estatal, la falta de competencia, y el papel protagónico del Estado en la formación de los precios sin considerar el mensaje del mercado, conducen a menudo a la desmotivación de los productores, la escasez y el racionamiento. Finalmente, los consumidores han de acudir a la bolsa negra y pagar precios superiores por productos que apenas aparecen. O sea, que hipotéticas buenas intenciones suelen transformarse en descalabros si no se respetan las leyes de la economía.