LA HABANA, Cuba, mayo, 173.203.82.38 –Mingo (el nombre ha sido cambiado para proteger la fuente), dependiente de la panadería de un barrio marginal habanero, dice que vive asustado ante la posibilidad de que se rompa algún equipo y no se pueda hacer pan, porque entonces las ganancias del día se van al demonio.
La panadería, como muchas en todo el país, detiene su producción con frecuencia, como consecuencia de las roturas, sobre todo del horno, que es eléctrico y diseñado para volúmenes discretos, no para las exageradas producciones de pan a que lo someten.
Cuenta Mingo que antes, cuando los hornos eran de ladrillos y funcionaban con petróleo, nunca se rompían. Ahora, que se sustituyeron por hornos eléctricos, para ahorrar petróleo, se dañan continuamente. Entonces tienen que traer el pan de otros sitios, una cifra estricta para el número de consumidores de la circunscripción, y “no hay vida” (robo) ese día para los panaderos, y mucho menos para el dependiente.
El pan normado por la libreta de racionamiento es de ochenta gramos y cuesta cinco centavos, pero se sabe que, generalmente, los panaderos se las ingenian para producir el doble con la misma cantidad de materia prima. Ese incremento se destina a la “venta por la izquierda”, es el mismo pan pero al precio de un peso, novecientas cincuenta y cinco veces más que su valor real. Esa ganancia se reparte entre los panaderos y dependientes.
También “hay vida” para ellos en la venta clandestina de harina, azúcar, sal y levadura, aunque en estos casos son el maestro y el almacenero los que más se benefician. Pero cuando la panadería se rompe, todos los bolsillos se quedan vacíos, y ese día, además de dañarse el desayuno y la merienda de sus cinco hijos, también se afecta el almuerzo y la comida de Mingo, pues todo lo que compra para su casa es con el dinero que le reporta el pan que vende a sobre precio.
La mujer de Mingo es tal vez el caso más atípico de enfrentamiento al Período Especial mediante soluciones absurdas. En 1993, cuando arreció la crisis, ella parió su primer hijo. Entonces descubrió la “dieta para embarazadas” y le cogió el gusto. Comenzó a parir todos los años, para acceder a los productos destinados a la cuota mensual destinada a las gestantes (un kilogramo de leche, uno de carne de res y algunas pequeñas cuotas extras de viandas). Pero cuando nació el quinto hijo, Mingo le dijo basta ¡yaaaaaaaa…!
Por entonces los dos hijos mayores habían entrado a la escuela y fue peor el remedio que la enfermedad, porque Mingo tuvo que comprar uniformes, zapatos, mochilas, merienda, además el almuerzo y la comida diaria para la numerosa prole, situación que se alivió un poco con su empleo de dependiente en la panadería, donde comenzó a “resolver” un poquito de todo y algo de dinero, siempre que no se rompa.
Mingo me contó esta historia una madrugada, cuando se afanaba por echar a andar el horno, roto desde la noche anterior. Explicó que el técnico de la empresa se demora mucho en venir, porque siempre anda arreglando alguna panadería, así que él tuvo que aprender electricidad a la fuerza. Ya ha logrado echarlo a andar varias veces con remiendos, porque si no, se lo come el león, dice.