LA HABANA, Cuba, marzo (173.203.82.38) – Finalmente, este fin de semana comenzaron las acciones enérgicas emprendidas por las grandes potencias democráticas en contra del tirano libio Muammar El Gaddafi. Esto se hizo por decisión del órgano competente para ello: el Consejo de Seguridad de la ONU, el cual, a su vez, tomó en cuenta acuerdos previos de otras organizaciones, incluyendo la Liga Árabe.
Aunque el gobierno estadounidense se mantuvo firme en demandar que las fuerzas armadas suyas y de otros países actuaran sólo cuando contasen con un claro mandato internacional, esa actitud —significativamente distinta de la de Bush en Irak— no ha tenido reconocimiento entre los “socialistas del siglo XXI”.
Si en 2003 criticaron acerbamente al entonces Presidente de los Estados Unidos por intervenir de manera unilateral en la antigua Mesopotamia, hoy no prestan mayor atención a la escrupulosidad del Presidente Obama. Las críticas son igualmente cáusticas como hace ocho años.
El domingo se divulgó una declaración oficial del MINREX cubano, en la que se utilizan términos virulentos para calificar la actuación autorizada por el Consejo de Seguridad: “agresión militar”, “burda manipulación de la Carta de Naciones Unidas”, “violación del derecho internacional”, son algunas de las frases del documento.
La simpatía que esos “socialistas” muestran por Gaddafi los hace repetir con entusiasmo la loca oferta de este de poner un millón de hombres sobre las armas (¡en un país de poco más de seis millones de habitantes!). Esos alardes hacen recordar a los Machos del Monte, de Noriega, y a la “madre de todas las batallas” de Saddam Hussein.
Los mismos que guardaron un silencio cómplice ante las atrocidades del coronel genocida, lamentan ahora amargamente las inevitables muertes que, por desgracia, traen consigo las acciones militares de cualquier tipo. Habría que preguntarles si las intervenciones cubanas en Angola y Etiopía no provocaron víctimas civiles.
Lo importante (y lo que ellos no quieren ver) es que ahora terminarán las masacres perpetradas por las tropas libias y sus mercenarios; también —desde luego— es muy probable que esa actuación culmine con la separación del poder y el procesamiento de quien durante decenios ha sido amo de ese sufrido país.
Confieso que no me desagrada la perspectiva de que el señor Gaddafi pague por sus fechorías, como antes que él lo hicieron Saddam Hussein o el general Noriega de Panamá, por sólo mencionar dos personajes de los que pocos se acuerdan, pese al brillo que alcanzaron en su momento.
No hay que tener mucha imaginación para comprender que esa perspectiva llene de terror a los que trazaron el camino que después siguió el autócrata libio, así como a los que aspiran a recorrer uno similar en lo adelante. Se asombran de que eso lo hagan países que, en virtud de la Realpolitik, casi llegaron a normalizar sus relaciones con el país norafricano.