LA HABANA, Cuba -Hace ocho años me gradué de bachiller luego de terminar mi curso de 12º grado, que resultó ser uno de los últimos antes que las escuelas en el campo desaparecieran. Décadas atrás, durante los 70’, al gobierno cubano se le había ocurrido ese experimento a escala nacional, que separó de sus hogares a miles de niños y adolescentes.
El plan maestro de todas esas secundarias y preuniversitarios habría sido debilitar el vínculo familiar para adoctrinar mejor a las nuevas generaciones en la “moral revolucionaria”, un código impuesto a la fuerza que chocaba con valores tradicionales. Las escuelas en el campo formaban parte de un proyecto más ambicioso: el de la uniformidad y la obediencia absoluta. Fue un intento por “norcoreanizar” Cuba.
Una mirada a lo que ha ocurrido desde que me despedí de la enseñanza media ilustra el afortunado fracaso de esos planes totalitarios. De esos proyectos, hoy quedan edificios vacíos que las autoridades han intentado, en vano, reutilizar para viviendas campesinas.
Sólo que mi centro de estudios, específicamente, no desapareció. Desde siempre había sido un caso especial dentro de las escuelas en el campo: se trata del Instituto Preuniversitario Lenin (su nombre oficial es más largo), donde hace tiempo estudiaron los hijos de Fidel Castro y la crema y nata del régimen.
Pero aún la prensa oficial pretende conservar el aura mítica que rodea a esa institución. Según afirmó el periódico Juventud Rebelde la pasada semana, allí los becados se preparan “para servirle al país desde la ciencia, el deber y el compromiso”. El periódico oficialista se hizo eco de las palabras de Antonio Guerrero, uno de los cinco miembros del Ministerio del Interior relacionados con el derribo de dos avionetas de Hermanos al Rescate en 1996. Guerrero, que estudió en la Lenin, cumple condena en EE.UU.
No hay nada más alejado de la realidad que la frase repetida por el autoproclamado “diario de la juventud cubana”: ¿deber y compromiso con quién? Lo digo con conocimiento de causa: de los treinta y tantos de mi curso en la Lenin, hoy quedamos en Cuba un poco más de la mitad. Los demás, no sólo están en EE.UU., sino que han tenido éxito en el “imperio del mal” y gracias a su capacidad hoy trabajan para importantes firmas como Google o Intel, por ejemplo. Con razón, su país de origen dejó de ser un deber para ellos cuando la Revolución se negó a pagar lo que demandan –y merecen– sus jóvenes talentos.
No importó que nos bombardearan con horas y horas de Mesa Redonda obligatoria; que muchos de los que hoy están “del otro lado del charco” tuviesen carnés de miembros de la Juventud Comunista. Todo era pura apariencia. Es innegable la ruptura generacional, la incredulidad, la doble moral y el doble discurso.
Más de mil estudiantes egresamos en 2006 de aquellas aulas, pero en 2014 han egresado apenas 400. La reducción de la matrícula se debe al mismo motivo por el que clausuraron tantos internados a lo largo del país: ya no hay economía estatal para asumir los gastos de manutención. Actualmente, “La Lenin” mantiene inutilizadas muchas de sus torres de albergue. Es el reflejo tácito del fracaso de la quimera “revolucionaria”.