LA HABANA, Cuba -¿Qué cosa es? ¿Quién lo hizo? ¿Eso es arte?, podemos preguntarnos caminando a veces por ciertos lugares de La Habana, ciertos barrios fuera del centro, por Lawton o La Dionisia, entre otros. Allí hallamos, en ocasiones formando conjuntos, algunas llamativas imágenes, notables murales que van más allá del graffiti e incluso esculturas que pueden alcanzar una factura compleja.
Claro está, uno puede recordar el proyecto Arte Calle, aquel grupo de estudiantes de arte que, entre 1986 y 1989 —cuando parecía que todo en el país habría de cambiar radicalmente y para bien—, iniciaron un fuerte movimiento artístico que marcó la ciudad. Luego, según el artista y promotor Otari Oliva, comenzaría a hacerse notar el grafiti de nuevo a partir de 2005.
De cualquier modo, esos asomos artísticos que nos encontramos por los rincones de la ciudad no corresponden ya a ningún movimiento, a ningún impulso colectivo e independiente comparable al de Arte Calle, por ejemplo, sobre todo si, dejando de lado el graffiti, que ya ha sido más tratado, nos fijamos solo en estos otros gestos creativos, que ni siquiera pretenden ser trasgresores, que son también voces marginales y, por supuesto, obra de personas que quieren expresar algo.
Está claro que no estamos ante ningún reto, ante ningún intento de violar prohibiciones o sembrar un determinado mensaje contestatario. Son voces sin consonancia, desconectadas entre sí y que no quieren hacerse escuchar más allá de la siguiente esquina, que suenan en un rincón para llamar durante dos segundos la atención del que pasa. Y nada más.
Conversando con el investigador Julio Llópiz, nos dice que en estos casos se trata, sencillamente, de “arte urbano”, porque son piezas concebidas para habitar en la calle e interactuar de una manera ocasional con el transeúnte. Es igual que sean obras del proyecto comunitario Muraleando, en Lawton —quizás demasiado inclusivo, que no tenía relación con el grafiti, mala palabra en Cuba porque el verdadero graffiti se hace sin pedir permiso—, o esas esculturas de hierro y mármol que pueden encontrarse en las calles de La Dionisia y sus cercanías. Lo mismo un árbol caído con una cabeza toscamente tallada que otro árbol caído pintado de manera estupenda.
Según Llópiz, “la dinámica y el gesto de hacer arte urbano —en el sentido de ‘ponerlo en la calle’, independientemente de que responda más o menos a una intención de cultura urbana— antecede al graffiti. Es una tradición que viene desde muy atrás, desde la idea del monumento, incluso con la perspectiva de arte urbano que tienen el poder y el establishment”.
Por ello es que quien pintó el tronco del árbol quizás lo hizo pensando un poco en el graffiti, o tal vez no, pero el impulso mismo pertenece a una dinámica anterior, a un anhelo de expresión pública que podemos rastrear hasta las cuevas de Altamira, según este investigador. En el caso de las esculturas, piensa Llópiz, “en el contexto de Cuba, responden menos a ese impulso”. Tiene que ver más con el hecho de que alguien realiza la pieza, le gusta y quiere mostrarla. Su acto no entraña ningún vandalismo. Se trata, en teoría, de un artista local que, probablemente y muchas veces con toda razón, cree que resulta por completo imposible exponer en una galería, y entonces escoge poner —‘exponer’— su obra en la calle para que la vea todo el mundo.
Resultan curiosas las piezas como la que representa a una deidad afrocubana, representada con piezas de hierro, concreto y caracoles, a un costado del cementerio. “Probablemente tiene alguna intención religiosa”, dice Llópiz, “o a lo mejor no, pero de lo que sí estoy seguro es que la referencia visual es religiosa, con una disposición parecida a como los creyentes colocan las ‘brujerías’ junto a la ceiba o cuando las tiran en las esquinas. Esas cosas nunca están puestas al azar”.
En medio de la fealdad, de la destrucción, del empobrecimiento y el gris tono de la ciudad, estas obras de arte urbano —a veces en las barriadas más descoloridas y tristes— aportan formas y colores sorpresivos al entorno, al paisaje humano que se extiende alrededor, recordándonos que en esos sitios habitan personas que a veces se atreven a pensar en algo más que sus necesidades elementales, que se atreven a soñar.
“Lo bueno que tiene el arte emplazado en el contexto urbano, sobre todo si se hizo sin permiso”, resume Julio Llópiz, “es que resulta un acto de afirmación de que la creatividad está más allá de cómo circula la obra”.
Sí, como una pequeña voz, como un pequeño grito visual en el silencio sin color.