La Habana, Cuba. — ¡Ayúdenme por favor! Grita Eduardo, de dolor. Le cortaron la cabeza del fémur, le colocaron una prótesis equivocada, que le erosiona el hueso de la cadera. Es el infierno que vive desde que lo ingresaron en el hospital ortópedico Fructuoso Rodríguez de La Habana
Visité a Eduardo Sainz Fernández en su casa de la Calle 10 número 419 del Vedado habanero. Lo encontré en una silla de ruedas, con el rostro crispado de dolor y sumido en total abandono. Comenzó a narrarme sus desgracias en la “potencia médica” cubana.
“En marzo del año pasado tuve una caída y sufrí una fractura del fémur. Me condujeron al Hospital Fructuoso Rodríguez. Yo no quería ir allí, pero me dijeron que era donde me tocaba. De inicio hablaron de pasarme dos tornillos, que es el procedimiento habitual en esos casos. Ocho especialistas me han confirmado después que de ese modo yo hubiera resuelto mi problema perfectamente”.
“Pero comenté que pensaba viajar al extranjero para atenderme la salud. Entonces el doctor Zayas me dijo que no podían conformarse con pasarme los tornillos. ‘Van a decir que en Cuba somos indios con levita’, me comentó. Por eso decidió cortarme la cabeza del fémur y colocarme una prótesis”.
“Yo estaba renuente a permitirle que hicieran ese experimento conmigo, porque para colmo mi organismo tiende a hacer rechazo, así que no firmé el papel que me trajeron. Pero el tiempo pasaba y no me operaban. Al cabo de once días les dije: ¡Hagan conmigo lo que quieran, pero sáquenme ya de esta tortura! ¡En mala hora le di mi consentimiento!”.
“Desde el comienzo todo estuvo mal. ¿Se imagina un salón de operaciones donde haya gente comiendo y que las moscas se le posen a uno encima!? Eso me pasó en el Fructuoso Rodríguez. Les advertí que yo no admitía una raquídea, pero un aprendiz de enfermero me dio treinta pinchazos en la columna. Por fin vino la Jefa y autorizó que me pusieran anestesia general. Siempre salí perdiendo, porque al entubarme me partieron un diente y me desprendieron una prótesis”.
Eduardo continúa: “Lo que he pasado después de la operación no se lo deseo ni a mi peor enemigo. No tengo familia, así que estaba sin acompañante. Tampoco contaba con dinero para darle a un enfermero los cinco dólares que me pidió por cumplir con su deber. El maltrato fue total. Me decían que me ponían un medicamento y era mentira; lo cogían para llevárselo”.
“Al cabo de varias semanas no pude aguantar más. Pedí una silla de ruedas. En cuanto me la dieron, me senté en ella desnudo, me tapé con una sábana y huí del hospital. A los custodios les dije que iba a hacerme una radiografía y así pude escaparme. Era media mañana. En esas condiciones recorrí kilómetro y medio hasta llegar al Ministerio de Salud Pública”.
“En la recepción pedí ver al Ministro y me contestaron que eso no podía ser así. En vista de ello me parqueé en 23” –dice refiriéndose a la céntrica calle habanera, donde está el Ministerio– “y allí empecé a dar gritos. La gente se aglomeró; mandaron a dos custodios para que me entraran, pero me resistí. En definitiva, bajaron varios funcionarios. Entre otros, pude hablar con el Viceministro de Atención Médica”.
“Me enviaron al Hospital Hermanos Ameijeiras. El recibimiento que me hicieron allí fue magnífico; me acogió el Jefe de Ortopedia y me ubicaron en una salita especial que tienen. Pero eso fue sólo al principio. Parece que se enteraron de por qué me habían enviado para allá y que yo no soy amigo de ningún jefe, y la actitud cambió por completo: Me trasladaron de sala; volvieron los maltratos. Llamaba y no me hacían caso. En definitiva, allí tuvieron que operarme para combatir la infección que había cogido en el Fructuoso Rodríguez”.
“Un buen día me dijeron que me iban a dar el alta. ¿Cómo es eso!, pregunté. Me negué, y de momento pude evitar que me botaran del Amejeiras. En definitiva, al cabo de varios meses me dijeron que habían coordinado para hacerme fisioterapia en el Hospital Julito Díaz. Me llevaron en una ambulancia y me dejaron allí. Cuando pregunté, resultó que me habían engañado: no había tal coordinación; nadie sabía de mi arribo. Tuve que consultarme como si acabara de llegar de mi casa. ¡Claro que cuando me vieron me tuvieron que ingresar!”
“El Julito Díaz es una cárcel. Hay hasta jefes de galera. Son casos sociales que viven temporadas en el hospital. Allí trataron de convencerme de que yo estaba perfectamente. Al cabo de meses, en diciembre, me dieron el alta alegando que venía el fin de año y que no podían tener tantos pacientes”.
“Vine solo para mi casa. Traté de contactar al Policlínico de 15 y 18, pero el Director no quiere atenderme ni por teléfono. La médica de la familia tampoco. Ni siquiera me han autorizado los medicamentos que me corresponden como enfermo crónico. Llamé a Salud Pública Municipal y el doctor Alberto fue el único que me atendió.”.
“Él consiguió que hace un par de semanas viniera a valorarme un especialista llamado Luis, quien me confirmó que me habían puesto innecesariamente una prótesis sobredimensionada y de pésima calidad. Como resumen me dijo que yo tengo dos caminos: suplicarle a Dios que me quite los dolores y hacerme una nueva operación para ponerme una prótesis doble: en el fémur y en el hueso de la cadera”.
“Tanto el doctor Luis como en Salud Pública me sugirieron que hablara con el mismo médico que me operó, a lo que me negué de plano. ¡Yo tendría que estar loco para volver a ponerme en manos de ese señor! Hablé tres o cuatro veces con la Directora Municipal. Me dijo que ellos me llamarían, pero no lo han hecho. Ni siquiera el doctor
Alberto me sale al teléfono, y ahora me dicen que salió de vacaciones”.
Eduardo, sin poder evitar un acceso de llanto, me hace el resumen de su situación: “Estoy desesperado. Esta prótesis está acabando con mi vida; está destruyendo la cavidad de la cadera. Los dolores son insoportables. ¡Ayúdenme, por favor!”.
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